Un nuevo estudio muestra que, a raíz de la pandemia de coronavirus, alimentarse y tener un lugar dónde vivir es aún más difícil para las personas adultas mayores refugiadas y desplazadas por la fuerza.
Cuando era más joven, Agapito Escobar se las ingeniaba para ganarse la vida. En Colombia, su país de origen, era granjero y vendía frutas; además, horneaba y vendía pan, e incluso llegó a cribar oro después de que se vio obligado a solicitar asilo en Ecuador hace casi dos décadas.Hoy, Agapito tiene 64 años y ya no puede realizar el trabajo físico con el que se ganaba la vida. Debido a su edad – combinada con las dificultades que suelen enfrentar las personas refugiadas para insertarse en el mercado laboral, así como las dificultades financieras que trajo consigo la pandemia de COVID-19 – Agapito y su pareja, Wilma (de 79 años), están al borde de la indigencia.
“Estos días solo hemos desayunado; en la tarde, no hacemos más que tomar un vaso de agua“, dijo Agapito, quien agregó que dependen de la luz de una vela desde que cortaron el suministro eléctrico por falta de pago.
En vista de que gran parte de América Latina sigue sufriendo los estragos de la segunda ola del virus, que fue devastadora, el confinamiento y otras restricciones derivadas de la pandemia privó a la pareja de la única fuente de ingresos con la que contaban: Wilma solía trabajar esporádicamente como partera, de manera que ayudaba a mujeres ecuatorianas en partos complicados.
Circunstancias como la de Agapito y Wilma no son poco comunes. Una encuesta aplicada en cinco países latinoamericanos por HelpAge International, un colectivo de organizaciones que brinda asistencia a personas adultas mayores, y por ACNUR, la Agencia de la ONU para los Refugiados, sugiere que la pandemia de COVID-19 ha empeorado la situación de las personas desplazadas que forman parte de este grupo en situación de vulnerabilidad; por tanto, ahora les es más difícil satisfacer necesidades básicas.
“Las personas adultas mayores que han sido desplazadas se enfrentan a la falta de cuidados y no reciben suficiente protección“, señaló José Samaniego, Director del Buró Regional del ACNUR para las Américas, el cual apoyó en la aplicación de la encuesta en Colombia, Ecuador, El Salvador, Honduras y Perú. “Su inclusión en las respuestas nacionales a la pandemia es clave para salvaguardar sus derechos y su dignidad“, agregó.
Alrededor de 64% de las personas encuestadas reportó no contar con una fuente estable de ingresos antes de la pandemia; por desgracia, se trata del sector poblacional que más estragos ha sufrido en América Latina. Además, la COVID-19 ha agravado las dificultades económicas, puesto que quienes tenían trabajo en la región andina ahora forman parte de las filas del desempleo. En la misma tónica, a raíz del confinamiento impuesto por la pandemia, un tercio de las personas encuestadas en Honduras y El Salvador perdió el empleo que tenía. Se observó el mismo patrón en cuanto a la alimentación. Una de cada cuatro personas encuestadas comentó que debía saltarse comidas antes de la pandemia; de manera similar, 41% de los encuestados reportó tener que reducir aún más su ingesta de alimentos el año pasado.
La pandemia también ha dificultado que las personas adultas mayores refugiadas y migrantes reciban la atención médica que necesitan. Cuarenta y dos por ciento de las personas encuestadas comentó que no ha recibido tratamiento por enfermedades o padecimientos anteriores. Aunado a ello, el coronavirus ha afectado la salud mental de las personas adultas mayores: apenas 26% reportó estar en contacto diario con sus familias, lo cual ha aumentado la sensación de aislamiento y soledad.
“Es como estar en la cárcel”
Raúl*, un agricultor de subsistencia de 69 años de El Salvador que tuvo que abandonar su hogar hace años después de haber recibido amenazas de muerte de miembros de una pandilla local, comentó que se ha visto afectado por el confinamiento.
“Nos ha afectado física y anímicamente“, dijo Raúl, quien vive con su esposa, su hija y su nieto en una pequeña comunidad agricultora al otro lado del país, lejos del hogar que tuvieron que abandonar. “La reclusión prolongada es muy difícil, sobre todo para personas de la tercera edad, como mi esposa y como yo. Nos duele no poder salir con libertad. Nos causa estrés y dolores de cabeza“.
“Es como estar en la cárcel“, comentó Raúl, quien agregó que, desde que empezó la pandemia, no ha recibido tratamiento para la hipertensión y el asma.
La COVID-19 ha afectado aún más a Yomaira González, una venezolana de 62 años que escapó junto con su esposo, su hija y cinco nietos a Riohacha, una ciudad fronteriza en Colombia. Esperaban encontrar una fuente de ingresos estable, pero no tuvieron éxito. Su hija vendía dulces en las calles, y esa era su única fuente de ingresos, así que la familia no tuvo otra opción más que alojarse en el estadio de la ciudad, donde dormían en el mismo colchón, que apenas cabía en una especie de armario. Cuando su hija enfermó de coronavirus, Yomaira, su esposo y los niños no solo perdieron la única fuente de ingresos con la que contaban, sino que tuvieron que dormir en un cubo de escaleras del estadio para no contagiarse.
“He estado muy triste desde que mi hija se enfermó“, dijo Yomaira, quien ha perdido doce kilos desde que empezó la pandemia. “A veces, cuando cierro los ojos, deseo no abrirlos nunca más“.
Reinaldo Bottoni, un hombre de 69 años que salió solo y a pie de Venezuela, su país de origen, y que llegó a América del Sur en marzo de 2020 – apenas unas semanas antes del brote de la pandemia -, tuvo la fortuna de haber encontrado un lugar donde resguardarse en Lima, la capital peruana, poco antes de que se impusieran las medidas de confinamiento.
“En un inicio, se supone que solo me quedaría dos semanas“, dijo refiriéndose al albergue Casa Scalabrini, donde ha vivido los últimos quince meses. Reinaldo se considera extremadamente afortunado (de hecho, dice que el albergue es un “hotel cinco estrellas sin piscina”), y trata de participar en la cocina y en otras tareas. De cualquier forma, extraña trabajar.
Aseguró que “haría cualquier tipo de trabajo a cambio de una cama y de alimentos diarios, pero no hay manera de trabajar en este momento“.
*Se cambió este nombre por motivos de protección.
Por: Jaime Giménez en Quito, Ecuador; Óscar Ramírez en San Salvador, El Salvador; Ángela Méndez Triviño en Riohacha, Colombia; y Regina de la Portilla en Lima, Perú | 26 de mayo de 2021